MONSTRUO: LA HISTORIA DE ED GEIN — EL COLOR DE LAS ALUCINACIONES Y LA HUMANIDAD DISTORSIONADA
Por Yarold Zura
Entre el mito y el reflejo: una tesis sobre el monstruo y su mente
Monstruo: La historia de Ed Gein, la nueva entrega de Ryan Murphy y su equipo, no pretende redefinir el true crime, sino repensarlo desde la psicologÃa de la percepción. Donde otros ven sangre, aquà hay tonos, luces y voces internas que se diluyen entre el verde enfermizo de la locura y los grises domesticados de una realidad que se desmorona.
El resultado es una serie que, más allá de su narrativa biográfica, se atreve a filmar la mente, no los hechos. Su éxito radica en cómo el lenguaje cinematográfico traduce un delirio a través de planos y colores que no buscan justificar, sino revelar la fractura de un individuo que nunca tuvo un afuera ni un adentro claros.
“Murphy convierte el espacio mental de Gein en una prisión de tono y textura.”
I. Verde enfermizo: la cromática de las alucinaciones
El uso del color verde es el hilo conductor de la conciencia distorsionada de Gein (interpretado con inquietante serenidad por Cameron Britton). Cada vez que su mente se desliza hacia lo onÃrico o la memoria, el encuadre adopta una luz verdosa, a veces etérea, a veces pútrida, como si el color se adhiriera al pensamiento.
El verde no representa solo enfermedad o putrefacción, sino la invasión de lo imaginario en lo real. Es un tono que contamina el espacio fÃsico, tiñendo incluso la piel y los objetos que Gein asocia con su madre. Cuando el verde desaparece, los tonos neutros —beiges, marrones, grises— devuelven al espectador a la banalidad del campo, la rutina y la soledad.
La fotografÃa establece asà una dialéctica visual entre la normalidad y la alucinación, donde la mente del protagonista nunca está completamente separada del entorno. Esa ambigüedad cromática se convierte en lenguaje.
“El verde no es delirio: es recuerdo. La realidad, en cambio, se siente muerta.”
— Reflexión visual sobre la serie
II. Adelaine Watkins: la niña y el eco de lo femenino
Entre las figuras más enigmáticas de la serie, Adelaine Watkins, la niña que aparece intermitentemente en las visiones de Gein, no es un personaje realista, sino simbólico. Representa la última conexión femenina genuina que Ed intenta preservar, una figura de ternura y protección que contrasta con la imagen sofocante de su madre.
Su presencia no busca explicar el trauma, sino materializar la parte inocente del deseo de pertenecer. Cuando Adelaine aparece, la luz vuelve cálida, casi dorada, insinuando que no toda mujer es castigo o represión en su imaginario. La niña funciona como sÃmbolo de empatÃa, pero también como espejo: la humanidad que Ed perdió, observándolo con ojos que no juzgan.
En este sentido, Adelaine reconcilia momentáneamente el binomio femenino-maternal que la serie explora sin indulgencia. Su aparición reordena el lenguaje visual, rompiendo con la paleta frÃa y devolviendo una tonalidad casi espiritual.
III. Lenguaje cinematográfico: planos de una mente encapsulada
La dirección se mueve con una precisión casi quirúrgica. Los planos cerrados y ligeramente descentrados obligan al espectador a sentirse dentro de la mente de Gein: nunca centrado, nunca cómodo.
La cámara rara vez lo muestra en un plano general completo; en su lugar, lo seguimos a través de espejos, marcos de puertas o vidrios sucios, fragmentando su presencia como metáfora del yo escindido. En las escenas de introspección, el sonido se amortigua, y la respiración sustituye al diálogo.
Murphy y su director de fotografÃa entienden que el horror no está en el acto, sino en el encuadre: la mirada que no sabe si observa o recuerda. En ese sentido, la serie no cae en la trampa del morbo, sino que convierte cada plano en un comentario sobre la imposibilidad de narrar lo inenarrable.
IV. Entre cameos y ecos vacÃos
Como es habitual en las producciones de Murphy, la serie incluye cameos y guiños al universo del crimen estadounidense. Algunos funcionan como contexto —una especie de tejido cultural que conecta Gein con la mitologÃa moderna del asesino serial—, pero otros rozarÃan el relleno si no fuera por su función estética.
Las referencias a Psycho o The Texas Chainsaw Massacre no son gratuitas, pero pierden fuerza cuando se intercalan con subtramas que buscan solo ampliar el “monstruoverso” de Netflix. Sin embargo, la dirección logra rescatar estas digresiones dándoles una lectura autorreferencial: el monstruo que inspira monstruos.
V. El mito cronológicamente imposible
Una de las contradicciones más sugerentes que plantea la serie es la temporal. Se presenta a Gein como “el padre de los asesinos seriales”, pero figuras anteriores como Lizzie Borden (1856) desmienten esa genealogÃa lineal.
La serie parece consciente de ello y lo aprovecha: no busca exactitud histórica, sino una narrativa arquetÃpica del mal moderno. Gein no es el primero, pero sà el que cristaliza la figura del monstruo rural, el que transforma el aislamiento en identidad criminal. En ese sentido, el tÃtulo de “padre” es más simbólico que histórico.
VI. Humanización sin redención
El mayor mérito de Monstruo: La historia de Ed Gein es su capacidad de humanizar sin justificar. Cameron Britton entrega una actuación contenida, que evita tanto la caricatura del psicópata como la victimización fácil.
El guion se detiene en gestos mÃnimos —una taza lavada con cuidado, un silencio incómodo, un parpadeo— para revelar humanidad sin absolverla. La serie propone una reflexión ética: entender no es perdonar, y mirar no es celebrar.
Murphy, por primera vez, parece filmar desde la empatÃa crÃtica, donde el monstruo no es una excepción, sino una deformación de lo cotidiano.
Buena, pero no definitiva
Monstruo: La historia de Ed Gein logra trascender el formato del true crime tradicional gracias a su lenguaje visual, su tratamiento psicológico y su rechazo al sensacionalismo. Sin embargo, su tendencia al universo compartido y ciertos excesos referenciales la alejan de la contundencia estética de Dahmer.
Es una serie notablemente dirigida, visualmente coherente y emocionalmente tensa, pero que, por momentos, se traiciona intentando ampliar su propio mito. Buena, profunda, pero no insuperable.
Aun asÃ, la serie deja algo que pocas logran: una duda persistente. No busca decirnos si Ed era un monstruo con una inteligencia superior, o una persona profundamente perturbada, atrapada en un delirio imposible de habitar.
El cierre, lejos de sentenciarlo, nos invita a juzgar con nuestros propios ojos si las atrocidades que cometió —en especial con las personas que desenterró— son actos de locura, desesperación o una forma retorcida de amor filial.
Y como nota final, es necesario recordarlo: las cartas que la serie muestra son falsas, y el tÃtulo sensacionalista “la historia de Ed Gein” juega con nuestra mente. Murphy nos recuerda que esto es ficción inspirada, no un documento histórico. Ed nunca recibió cartas de Ted Bundy, y quizás ese detalle sea lo más honesto del relato: el monstruo de la pantalla no existe, pero habita en nuestra necesidad de comprender lo incomprensible.
